viernes, 3 de junio de 2011

Panamá, ciudad de contrastes

¿Cuándo comienza un viaje? ¿Cuándo decidimos el destino, compramos el pasaje o emprendemos el camino?
Con la elección del lugar, uno comienza muchos posibles viajes. Tantos, que es imposible por tiempo y distancia llevarlos todos a cabo. Entonces elegimos lugares, paisajes, cotejamos mapas, armamos las valijas y vamos.
Pero si el viaje solo empieza cuando llegamos a destino siento que uno se pierde “la cocina”, donde se mezclan ilusiones y frustraciones, delirios, consejos, dudas y tentaciones sobre lo desconocido o no tanto, que al fin y al cabo son el preludio de lo que está por venir.
Este viaje comenzó a mediados del 2008 cuando dijimos vayamos a Panamá, sin tener muchas más referencias que la existencia del famoso canal marítimo, pero con la certeza de que podíamos combinar en 14 días mar, selva, y montaña sin recorrer grandes distancias.
A fines de marzo del 2009, cuando estábamos casi listos, la noticia de que un nuevo integrante de la familia venía en camino, nos obligó a postergar unos meses la partida.
Aterrizamos finalmente (palabra que incluye además 8 horas de demora en Ezeiza) en la ciudad de Panamá un caluroso, húmedo y nublado mediodía de junio.


Catedral de la ciudad de Panamá, Casco Antiguo

Ciudad de Panamá, Junio 2009. La modernidad, el lujo, la historia, los mares. Todo convive en esta ciudad. Fundada en 1519 y refundada en 1673 luego de un incendio que la destruyó casi por completo, Panamá encierra hoy muchas ciudades en una.

Vista aérea Casco Antiguo
Con un calor que aplasta y por momentos parece quitar el oxígeno, sospecho primero y confirmo después que lo mejor que este país tiene para mostrar no está necesariamente en esta ciudad, a menos que uno venga en plan de compras (ofrece una amplia gama de shoppings y una zona de puerto libre de impuestos), vida nocturna y otras delicias citadinas.

Pero la estadía aquí se hace obligatoria al menos como base de los vuelos locales que luego nos llevarán al mar, y unos días después a la montaña.

La interminable demora del avión en el aeropuerto de Buenos Aires nos obligó compactar la visita a la ciudad en un solo día. Dejamos las ruinas de Panamá La Vieja (lo que quedó de la ciudad original que fue incendiada por el pirata Henry Morgan) para otro año y nos adentramos en el pequeño Casco Antiguo, que es verdaderamente histórico. Tanto que por momentos cuesta “imaginar” lo pintoresco que fue 300 años atrás.

Sobre todo porque desde que la Unesco lo declaró patrimonio de la humanidad en 1997, toda el área está en constante restauración y los andamios pasaron a ser parte del paseo.

Plaza de Francia, Casco Antiguo

La visita comienza al pie de una interminable escalera. Ahí fue donde nos dejó el taxista. Desde ahí, dijo, teníamos vista al Pacifico y luego a la ciudad moderna. Se trata de la enorme y señorial escalinata de la Plaza de Francia, construida en memoria de los 22 mil trabajadores (la mayoría franceses o provenientes de Guadalupe y Martinica) que murieron durante la construcción del Canal de Panamá.

La plaza, conduce al Paseo de las Bóvedas, recorriendo toda la gran muralla que construyeron los españoles para proteger a la nueva ciudad, hoy el Casco Antiguo.

Es un paseo pintoresco que ofrece diferentes vistas, sólo que con una niña de tres años –con collar, sombrero y cartera- el cochecito, la mochila y yo embarazada de 5 meses, tal vez no era un lugar ideal para comenzar la visita. Pero el taxista ya no estaba para cuando nos percatamos del extenso detalle.

Teatro Nacional de Panamá, Casco Antiguo

En un recorrido de solo unas cuadras es posible ver el Teatro Nacional de Panamá, la Iglesia San José con su altar bañado en oro, la plaza del la Independencia rodada de varios edificios históricos además de la Catedral. En el medio de todos ellos el bar Havana Club, donde dicen servir el mejor mojito de la ciudad, pero a las diez y algo de la mañana es un poco temprano para probar.

Havana Club, Casco Antiguo

Dos iglesias y un convento después estamos listos para partir hacia el otro sector de la cuidad. Otro taxi nos lleva primero hasta la pequeña Miami que veíamos de la escalera solo para darle una mirada desde el auto y depositarnos luego en el famoso canal.

Hacemos el trayecto por una especie de paseo marítimo, bordeando el mar, entre gente que patina, camina conectada a sus mp3 y anda en bicicleta. La avenida Balboa zigzaguea y se mete de lleno entre edificios altos, espejados, y lujosos con terrazas que dan al mar y el taxista habla del precio de los departamentos en millones de dólares. Esto es Panamá City, la parte moderna de la ciudad, o la pequeña Miami como le gusta definirla a los propios panameños.

Panamá, la moderna

Ya de regreso, nos ofrece un camino alternativo que nos lleva directo al canal y entones nos internamos en una Panamá pobre, caótica, ruidosa, sucia, llena de autos viejos que pelean por avanzar en calles minúsculas, donde nadie respeta la vereda, la prioridad de paso o el semáforo. Edificios en total estado de abandono, vendedores callejeros que gritan, olor a comida. En el medio de todos ellos, los diablos rojos, unos viejos colectivos de color rojo que se ganaron el apodo de diablo porque sus conductores apuntan y aceleran y si todo el resto se corre o frena, mucho mejor.

Parece inverosímil que 5 minutos después de salir de semejante embotellamiento estemos en la punta del cerro Ancón, rodeados de aves, perezosos y orquídeas, y otra vez observando diferentes vistas de la ciudad sin escuchar un solo ruido de lo que sucede abajo. Aquí arriba llovizna, se respira aire puro, y hay tanto silencio que el tiempo parece detenido.

Centro de visitantes Miraflores, Canal de Panamá

Para cuando llegamos al Canal teníamos tanto hambre que la primera pregunta que hicimos cuando pasamos la entrada fue por la ubicación del restaurante. Desde la terraza es posible almorzar con vista (en primera fila) al canal mirando las moles de containers que pasan justísimo por ese pasaje no más ancho que una calle cualquiera de Buenos Aires, pero con agua que sube y baja.

Me senté y vi un barco tan lejos que dejé la cámara de fotos guardada. Pero no habíamos terminado de leer el menú que un inmenso edificio acostado pasó nadando pausadamente por nuestro lado.

Lo curioso es que no me di cuenta por el ruido. Me di cuenta porque la terraza se llenó de los comensales que venían de las mesas de adentro a mirar. ¿Y eso?, preguntó Olivia.

Un barco, que verdaderamente se parece más a la foto final del tetris, con todos sus contenedores de colores apilados que a la tradicional imagen de la chimenea, el capitán y la vela.

Vista al canal desde la terraza del restaurante

En dos horas de almuerzo pasaron unos 40 barcos, la mayoría y los más grandes provenientes de China. Llegué al canal con desconfianza, segura que era un embole turístico clásico, y me fui fascinada. No podría explicar el por qué. Si fue el tamaño de los barcos, la emocionante sensación de que por un instante podrían encallar, el negocio, la ingeniería, el agua, la naturaleza, la historia, o todo eso junto.

La explicación de cómo funciona el canal entre los océanos Pacífico y Atlántico, de por qué el agua sube y baja y las famosas diferencias de altura entre un mar y otro, o de por qué no pudieron simplemente hacer un corte en el continente (que en el istmo de Panamá tiene sólo 80 km de ancho) para dejar pasar los barcos, uno puede leerla de los folletos, escucharla del guía, mirarla en una película que se proyecta cada 30 minutos en varios idiomas. Pero para mí no fue suficiente.

Por suerte antes de dejar el centro de visitantes de la Estación Miraflores (donde esta una de las exclusas o puertas por donde pasan los barcos) el acomodador del mini cine nos dio la más escueta y clara de las definiciones: “No es que los mares tengan diferentes alturas, es que las mareas del Pacífico son mucho mayores que las del Atlántico (6 metros contra 30 centímetros) y además sus horarios no coinciden jamás y aquí el negocio funciona las 24 horas. Por eso hacemos subir y bajar el agua”.

Buque saliendo del canal hacia el Océano Pacífico

martes, 1 de diciembre de 2009

El viaje de la cigüeña

Fue de los viajes más largos que hizo esta familia y ahora es tiempo de descanso. Los protagonistas de deviajesyvalijas suman una nueva aventurera y su autora se toma una larga licencia por maternidad. Bienvenida Bianca y hasta el próximo relato!!!

martes, 15 de septiembre de 2009

Impresiones de Nueva York - Última parte

Un Times Square que renace a la caída del sol, la majestuosidad de la Grand Central Terminal, la diversidad de los museos, la elegancia del Upper Side, y por fin el Central Park son algunos de los lugares que recorre este último paseo por la ciudad.

Times Square, a la caída del sol

La esquina más luminosa del mundo, por Andrés Valente

Cuando llegué a Nueva York por primera vez sabía que iba a tener poco tiempo para conocer la ciudad. Entonces en unas pocas horas quise ver dos o tres atracciones clásicas y aterricé en pleno Times Square a las dos de la tarde de un lunes. No encontré nada que me sorprendiera. Miré desde varios puntos y hasta me sentí culpable por pensar que “la esquina más famosa” del mundo era –sencillamente- una esquina más. Me volví al hotel desilusionada.

Unos días después, mientras buscaba una excusa perfecta para saltearme otro aburrido after-office, se me ocurrió volver.

Eran las ocho de la noche de un día de invierno. Me acordé que uno de los negocios más grandes de Times Square era la famosa juguetería Toys “R” US y allí fui en busca de algunos regalos.

Cuando salí del metro, el mismo que me había tomado unos días atrás, no podía creerlo. Me bajé en cualquier lado, pensé. Pero no, era la misma deslucida esquina de la vez anterior. La gran diferencia eran las luces. Ahora todo estaba vivo, titilaba, se prendía y apagaba, cambiaba de forma, mostraba imágenes de todo tipo.

Las luces de las marquesinas gigantes contrastaban con la oscuridad de la noche, las vidrieras se habían encendido e inundaban todo de color. La gente entraba y salía de los teatros. Nunca me hubiera imaginado que la caída del sol haría la diferencia.

Entré en la juguetería y sentí que no me iba a alcanzar la noche para verla toda. En ese momento, solo tenía un sobrino y la mayoría de mis amigos tampoco tenía hijos, pero para cuando llegué al segundo piso, ya tenía un canasto lleno de cosas que no tenían destinatario.

Lo mismo ocurrió cuando pasé por el local de Disney o el de Hello Kitty, esa gata que inventaron los japoneses el mimo año en que yo nací, y hoy todavía hace furor en las nenas como mi hija Olivia, que la quiere hasta en las curitas.

Grand Central Terminal, majestuosa

Vista del hall de la Grand Central Station

Los mercados callejeros y las estaciones de tren son para mí dos atracciones imperdibles de una gran ciudad. En Nueva York, salvo por el Greenmarket de Union Square, la feria de granjeros que venden sus productos directo al público, que me crucé de casualidad un día que el metro me dejó donde quiso, no vi otros mercados.

Pero si me encontré con una de las estaciones de trenes más pintorescas del mundo, tal vez: la Grand Central Terminal.

Inaugurada en 1913, está considerada la más grande del mundo en número de andenes. El edificio y cada detalle están conservados en perfecto estado.

Para los que llegan a Nueva York desde algún destino cercano y lo hacen en tren, la Grand Central Terminal (o Station, como algunos la siguen llamando) es una esplendorosa puerta de entrada a una ciudad no menos glamorosa.

Reloj original de la estación

Recibe unos 125,000 pasajeros al día y más de 500,000 turistas. Unas de las curiosidades que leí por ahí dice que el artículo perdido con mayor frecuencia es el abrigo (mas de 2,000 al año) y el promedio de artículos perdidos devueltos a sus dueños supera el 60%.

Museos para todos los gustos

Metropolitan Museum, más conocido como MET

Los museos son un capítulo aparte de Nueva York. Tienen vida propia. Uno tranquilamente podría pasar una semana en la ciudad viendo un museo por día y volver a casa agotado y feliz, sin necesidad de saber ni siquiera donde está la Estatua de la Libertad.

Solo recorrer el Metropolitan Museum, considerado el más grande del mundo, podría tomar una vida. A menos que uno tenga todo ese tiempo y toda esa pasión, lo mejor es concentrarse en un área, un pintor, una época o algo en particular y volver varias veces por un buen rato.


La primera vez que estuve en Nueva York, elegí este museo y me fui directo al sector del Templo de Dendur de Egipto. Sin duda fue un viaje en el tiempo y en el espacio. Alguien me dijo después que si hubiera subido a la terraza del museo hubiera visto una de las panorámicas más hermosas del Central Park.

One: Number 31, 1950. Jackson Pollock

La segunda vez, ya con una inquieta Olivia de nueve meses y Christian, elegimos el Museo de Arte Moderno, más conocido como MOMA. Lejos de ser un lugar ideal para visitar con niños tan chiquitos es un espacio mucho más relajado, ruidoso y colorido, donde la impaciencia de un bebe pasa desapercibida. De ese lugar me llevé miles de imágenes pero no puedo olvidar la locura de Jackson Pollock plasmada en unos murales gigantes.

La Tercera vez que estuve en la ciudad vimos el Guggenheim y lo más bonito me pareció sinceramente su moderno y pintoresco edificio y su cúpula psicodélica.

Manhattan, la elegante
El área donde se encuentran mucho de los museos de la ciudad es conocida como Upper Side y es la más lujosa de la ciudad. Perderse por un rato en sus callecitas tan silenciosas también puede ser un paseo en sí. Allí están esas clásicas casas de dos plantas elevadas por unos cuantos escalones y decoradas con bowindows o antiguas ventanas guillotina, que se ven en las películas.

El Upper Side, está dividido en East Side con su epicentro en la majestuosa Park Avenue, donde se encuentran algunos de los edificios más lujosos de la ciudad, con porteros aún vestidos como en los años 50, mucho caniche toy y las clásicas limusinas. En el West Side, en cambio, cruzando el Central Park, todo es más descontracturado y simpático pero igual de caro.

Fifth Av. y Central Park, el corazón de la ciudad

Caminos del Central Park en otoño

Finalmente termina la semana y tengo tiempo para mi ansiado pic-nic en el Central Park. Es noviembre, otoño, hace frío pero el sol invita a caminar. Quiero ver la famosa quinta avenida con sus vidrieras gigantes, deslumbrantes e inalcanzables.

Sin duda las más de 15 cuadras que van desde el antiguo edificio de la biblioteca pública (Public Library) hasta el Central Park por la Fifth Avenue son el corazón de la ciudad. Uno puede tener muchas imágenes de Nueva York, pero siento que esta es la que sobrevuela en el imaginario colectivo.

Imagen de uno de los 36 puentes del parque

Los locales de las principales marcas, las joyerías más famosas, edificios imponentes como la Trump Tower o lugares históricos como la Catedral de San Patricio. La velocidad, el ruido, los taxis amarillos, la gente elegante, la gente chic, la gente con y sin onda, todos conviven en esta avenida de veredas anchas y mucho sol.

El Central Park puede ser el punto de partida o el lugar perfecto para terminar una visita por la ciudad, o simplemente un momento de descanso en el medio de un día agitado. Es un enorme pulmón verde ubicado al norte de la ciudad entre las calles 59 y 110, donde se pueden encontrar decenas de lugares de juegos, varios lagos, un zoológico en el cual el cine se inspiró para hacer Madagascar, árboles de todo tipo, rincones para todos los gustos, miles de escurridizas ardillas y hasta una estatua de José de San Martin y su inseparable caballo.

Elijo un lugar al sol, alejado en uno de los costados del parque, me acuesto, cierro los ojos y repaso todo lo que vi, lo que me falta ver, y todo lo que puedo contar.

Vista de uno de los tantos lagos del parque

martes, 2 de junio de 2009

Impresiones de Nueva York – Parte II

Hay tantas formas de recorrer una ciudad como turistas la visiten. Todo depende del tiempo de la estadía y las ganas de caminar. Con 21 kilómetros de largo y 4 de ancho, Manhattan es un rectángulo casi perfecto dividido a lo largo por la avenida Broadway. Este paseo empieza por el distrito financiero, en el sur de la ciudad, y termina varios días después con una siesta en el Central Park.

Wall Street…todo comenzó bajo un árbol

Fachada de la Bolsa de Valores de Nueva York

Una de las cosas que más me llamó la atención de Nueva York es lo temprano que comienza el movimiento de la ciudad. Cualquier banco abre sus puertas al público a las ocho de la mañana, los mercados operan desde las nueve y media, con lo cual en este sector de la ciudad, el distrito financiero, la mayoría de los neyorquinos llega a la oficina cerca de las siete y media.

Estoy sentada en la puerta de una sede del Citibank, esperando a un ejecutivo argentino radicado aquí para una nota y los veo pasar vestidos con formalidad, aunque algunos combinan trajes y tailleurs con zapatillas. Caminan decididos y ligerito. Un día como hoy, un lunes de Noviembre, podría ser por el frío pero veo también que cargan sus paquetes para el almuerzo entonces pienso que aquí todo pasa por optimizar el tiempo.

No pude resistir la tentación de caminar hasta Wall Street, la estrecha calle situada entre Broadway y el East River, donde se aloja la Bolsa de Valores de Nueva York. El nombre de la calle deriva de la vieja pared (wall en inglés) de madera y barro construida en 1652 como defensa contra el posible ataque de los indios que además era usada para evitar que los esclavos negros de la colonia escaparan. La pared fue derribada casi medio siglo después pero el nombre todavía la recuerda.

Cuenta la historia que a finales del siglo 18, existía un árbol justo al pie de la pared, donde los intermediarios financieros y especuladores se reunían para comerciar informalmente. Éste fue el origen de la Bolsa de Comercio de Nueva York.

Después del ataque a las torres gemelas las visitas guiadas para ver la bolsa por dentro fueron suspendidas, me explicaron amablemente en la puerta así que seguí viaje.

El silencio de Ground Zero

Vista de la manzana donde se encontraban las Torres Gemelas

Aún sin el mapa fue fácil descubrir el Ground Zero, nombre que se le dio al lugar donde estaban las torres gemelas. Caminaba por una de las calles del downtown, bien características por la oscuridad que producen los rascacielos pese al pleno sol del mediodía, cuando de golpe empecé a ver entre los edificios un enorme espacio abierto.

Es impresionante describir la sensación de vacío y angustia que provoca estar parado frente al inmenso pozo que quedó luego de los atentados. Produce escalofríos el silencio que rodea al lugar pese a estar en el medio de la ciudad.

Desde el segundo piso del Burger King ubicado en una de las esquinas del lugar, la vista es más perturbadora. Uno se pregunta ¿cómo?, ¿por qué? ¿para qué?, entre tantas otras cosas.

En Noviembre del 2004 las tareas de reconstrucción recién comenzaban y toda la manzana estaba cercada con rejas que sostenían gigantografías con fotos de aquel violento 11 de septiembre.

Muchos de los edificios de alrededor todavía mostraban sus frentes en reconstrucción y en el medio de todo eso, la capilla de Saint Paul, el edificio público todavía en uso más antiguo la ciudad. La iglesia, construida en 1766 y ubicada justo en la vereda de enfrente del Ground Zero sobrevivió al incendio que arrasó Manhattan en septiembre de 1776 y al atentado contra las torres gemelas ocurrido más de dos siglos después. En ninguna de las dos tragedias se rompió ni un solo ventanal de la iglesia.

De China a Italia con solo cruzar la calle

Una de las tantas callecitas de Chinatown

Sin duda la diversidad de culturas, etnias, lenguas es una cualidad fascinante de esta ciudad. Esta es la única urbe donde uno puede “estar” en el medio de Beijing, con todos sus sonidos, olores, colores, habitantes, negocios y hasta carteles y dos cuadras después degustar un spaghetti como en el mejor restaurante de Roma.

La diferencia entre el Chinatown y el Litle Italy es así de tajante, uno solo debe cruzar la avenida Canal.

El paseo es sobre todo divertido. En el barrio Chino uno se siente tentado a comprar cualquier cosa, hay replicas de todo y para todos los precios. Te probas al pasar un par de anteojos o un sombrero y los chinos te persiguen por varios metros para encajarte desde una cartera hasta el kimono.

Los locales de venta de especias, verduras, te y otros alimentos son un capítulo aparte. En pleno Manhattan uno puede conseguir ingredientes tan exóticos como en cualquier mercado de China. Para los amantes –intrépidos- de la comida china este es un lugar único.

Al entrar al barrio Italiano, en cambio, el bullicio y la cantidad de gente disminuyen. Predominan los restaurantes y hasta encontramos una de esas clásicas heladerías italianas donde los helados están expuestos a la vista y uno elige más tentado por el color que por el deseo propio.

Caminando hacia el norte, siempre por la Broadway aparece el Soho, un distrito de tendencia, que se hizo famoso -entre otras cosas- por los locales de diseñadores y las galerías de arte y hoy está invadido por las grandes marcas. De todas formas tiene un encanto muy especial que le dan los edificios antiguos, las mesitas de los café en la calle (al mejor estilo Paris), las calles angostas y la movida de gente los fines de semana hace desbordar el barrio.

Vistas de Manhattan

Nueva York a sus pies

Es difícil desde adentro de la isla tener una imagen clara de la inmensidad y el esplendor de una ciudad como Nueva York. Los edificios son demasiado altos, cuesta ver el cielo y uno termina sintiéndose abrumado por momentos. Sin embargo, está lleno de lugares para disfrutar de una buena vista, de día y de noche.

Siempre me pregunté desde dónde estaba sacada esa típica foto del perfil de todos los rascacielos de Manhattan. La respuesta es: desde la terraza del River Café al otro lado el Brookling Bridge. El famoso puente –terminado a fines del 1800 y considerado una maravilla de la ingeniería- tiene unas 18 cuadras de largo y puede cruzarse caminando, en taxi o en subte. La vuelta puede hacerse en el taxi-lancha que parte desde la terraza del River Cafe, cruza el charco y desembarca en el puerto.

Otra opción parecida es el ferry gratuito que une Manhattan con Staten Island. El paseo, que dura unos 25 minutos de ida y otro tanto de vuelta, ofrece una linda vista de la Estatua de la Libertad y una visual panorámica de la ciudad.

El mirador del piso 102 del Empire State ofrece otro ángulo. Uno se siente prácticamente sentado en una nube mirando pasar las hormigas. El ingreso al edificio está abierto hasta pasada la medianoche y la postal nocturna es verdaderamente sorprendente.

Me acuerdo que la última vez que fuimos, era primavera, la noche estaba calida y el mirador lleno de gente. Casi peleábamos codo a codo por tener un buen ángulo para la foto cuando de golpe pasó un avión. Primero escuchamos el ruido y después lo vimos pasar por sobre nuestras cabezas….inmenso, lento.

Me acuerdo también que no pude evitar mirar para abajo y pensar: salgamos de acá ya mismo. No fui la única, dos minutos después, la terraza había quedado completamente vacía.

Vista nocturna de Manhattan desde el mirador del Empire State

lunes, 18 de mayo de 2009

Impresiones de Nueva York – Parte I

En tres oportunidades, mi profesión me llevó hasta Nueva York, la tercera ciudad más habitada del mundo. Vanguardista y cosmopolita, Nueva York no es un lugar fácilmente abordable si uno quiere sacarse el título de turista y mezclarse entre su gente. Este relato –el primero de tres- no respeta el sentido cronológico de una crónica, sino que va y viene como pinceladas desprolijas que narran sensaciones, miradas y vicisitudes de los tres viajes por la ciudad.

Vista de Manhattan desde Brooklyn

Llegar a Nueva York nunca es así de simple. Y mucho menos si es la primera vez que uno aterriza en la gran ciudad. No importa si es de día, de noche, si es invierno o verano. No importa cuántas indicaciones, consejos, planos, información uno tenga, en algún momento la realidad te cachetea para recordarte que ésa no es cualquier ciudad y mucho menos una ciudad fácilmente abordable.

La primera vez que estuve en Nueva York fue en noviembre del 2004. Había conseguido un trabajo como corresponsal free lance y viajaba a cerrar los detalles del nuevo empleo. Eso en la formalidad. En la realidad quería ver Nueva York, caminar sus calles, estar en la capital del mundo. Y esa era mi oportunidad.

A penas bajé del avión me esperaba un taxista, originario de la India que no hablaba bien inglés y me decía una y otra vez antes de guiarme hasta el auto: “your lame, plis”. ¿Mi qué? Al cabo de unos instantes entendí que quería saber mi nombre (your Name). Como lo vi decidido encarar hacia la salida, le expliqué que debíamos esperar a otra persona que venía de Brasil pero no me entendió y después de 20 minutos por la autopista, debimos volver a buscarla.

Lo siguiente fue desopilante. La operadora de la empresa de taxis llamó al celular del taxista y como éste no le entendía, me pasó el teléfono a mí para que yo le tradujera. Muy amable la señora me “ordenó” que volvieramos y escribiera en un papel el nombre de la compañía que nos había contratado porque nadie tenía el nombre de la chica. Yo misma tuve que bajar con el cartel mientras el taxista nos esperaba en el auto. No hacía una hora que había bajado del avión y ya podía sentir la explotación laboral.

El trayecto hasta el hotel fue casi un tour por la ciudad. Nuestro destino era la 29 y Madison Av, pero el taxista interpretó el número 29 de la avenida Madison y allí fuimos a parar. Ahí aprendí que la intersección de dos calles es 29 “street” con Madison Av. Paseamos un buen rato. Eran casi las ocho de la mañana de un lunes frío de Noviembre con un sol precioso, pero que a penas lograba infiltrar sus rayos entre tantos rascacielos.

Central Park en Otoño

En el segundo viaje, agosto del 2006, ya no me esperaba ningún remis y tampoco iba sola: me acompañaban Chiristian y Olivia, de nueve meses. La excusa era una convención organizada por la misma empresa. La realidad, la familia también quería conocer Manhattan.

La nota la dimos a penas bajamos del avión. Valijas en mano íbamos directo al taxi cuando un metro antes de salir a la calle paramos -sin saber por qué- en una fila donde algunas personas hacían pasar sus valijas por rayos X. Tan sensibilizados estábamos con los controles (no recuerdo que atentado terrorista amenazaba la paz de mundo por esos días) que sin pensarlo hice la fila y voluntariamente le dí la valija al empleado que las metía en una manga sin fin.
- ¿Dónde retiro la valija?, le pregunto.
- Cuando aterrice.
- Yo acabo de aterrizar.
- ¿Y qué conexión tiene?.
- Ninguna, me quedo acá en Nueva York.
- ¿Cómo?, gritó alarmado el tipo. “Wait, wait, wait”, le decía a otro mientras la valija era tragada por la manga que transporta todo el equipaje que llega al aeropuerto y automáticamente sale al resto del mundo.
- ¿Y ahora?, le pregunto al borde del llanto.
- La valija se metió en el sistema y usted debe esperar a que de toda la vuelta y el sistema la devuelva porque no encontrará dónde mandarla.
-¿Sistema? No querido, meté la mano y sacala como sea.

Imposible. La valija se había ido y hubo que esperar en el sector de reclamos, donde había hasta un perro que nadie reclamaba, que la valija fuera expulsada por el sistema.

Vista nocturna de la ciudad desde el mirador del Empire State

¿Bajan?
Cuando digo que Nueva York no es una ciudad fácil, no me refiero al idioma. Más de la tercera parte de los ocho millones de los residentes son nacidos fuera de los Estados Unidos y existen unas 200 lenguas en uso. En cualquier restaurante, bar, librería, juguetería, casa de ropa o fotografía siempre hay un latino para facilitarte la vida.

Pero aún así uno quiere y debe –si puede- hacer uso de su buen inglés. Llegamos y queremos mezclarnos entre los locales. Al fin y al cabo, después de años de lecciones idiomáticas, el lenguaje diario, las frases simples, no deberían ser un problema. Bueno, solo si no son demasiado simples.

Volvamos a noviembre de 2004. Después del citi tour obligatorio que nos dio el taxista llegué al hotel, tiré todo sobre la cama, agarré un mapa y así, con el vuelo todavía encima y un sueño de morirme salí corriendo a conocer la ciudad.

Parada frente al ascensor pensaba qué lugares podía recorrer primero. El barrio del hotel, el Empire State. Otros huéspedes comenzaron a acumularse detrás mío en el pasillo. Finalmente llegó el ascensor y cuando las puertas se abrieron quise saber si subían o bajaban. Una pregunta bien simple.

Fue imposible. Abrí la boca para decir algo pero inmediatamente quedé muda. La gente me miraba y yo buscaba en mi cerebro a mil kilómetros por hora. ¿Cómo se dice “bajan” en inglés? El infinitivo es más fácil, ¿cómo se dice bajar? O más fácil ¿ir abajo?

Entré en pánico, la mente se me puso en blanco, trataba de emitir algún sonido pero la voz se me había ido. Los de atrás se tiraron dentro del ascensor cuando vieron que las puertas se cerraban dejándome a mi sola con mis dudas y mis años de lecciones parada en el pasillo haciéndome una pregunta tan tan simple.

La respuesta la tuve dos segundos después, pero por las dudas me convertí casi en una muda para el resto de la semana. Hablaba solo lo indispensable. Tenía todas las frases adentro, pero necesitaba dejarlas salir.

Rascacielos desde el Central Park

Maquinas, puertas y otros enemigos
Claro que caminar es la mejor forma de conocer una cuidad pero si uno tiene poco tiempo el transporte público es siempre útil y más barato que el bus turístico. El sistema de subterráneos en Nueva York tiene más de cien años y su traza es tan compleja y variada que permite llegar a cualquier lado por sólo dos dólares y en minutos…si uno no se pierde.

No es sólo cuestión de estudiar bien el mapa, estoy diciendo que en cada estación pasan cuatro o cinco líneas diferentes. Tampoco es cuestión de embocarle al andén y relajarse porque por cada andén pasan el servicio express, el semi-rápido y el normal de más de una línea.

O sea, uno quiere ir desde el barrio chino a Time Square, tiene el recorrido estudiado, está listo para esperar la línea 6 pero si no está atento puede terminar en el medio del Harlem en unos minutos porque simplemente se subió al 6 pero al express. ¿Dónde lo decía? Nunca lo supe. Uno debe escuchar las instrucciones del conductor, que te avisa si para en todas las estaciones o no. Claro cuando uno logró comprender ya está en Harlem.

Recuerdo la casi desesperación de Christian un día que me llamó a la oficina (el y Olivia paseaban mientras yo trabajaba) para decirme: “iba al zoo del Central Park pero el metro que me tomé no para más y yo creo que voy hasta la frontera con Canadá, quería avisarte por las dudas”.

Pero antes de todo esto uno debe lograr sacar el boleto. No hay boleterías, sólo maquinas, que funcionan en varios idiomas y con tarjeta de crédito y otras variantes exóticas pero aún así uno requiere de un par de intentos al menos para lograr la bendita Metrocard.

Nunca falta el apurado que de atrás te insulta, cuando uno esta debatiendo para qué la maquina pide el Zip (¿código postal?) cuando queres pagar con tarjeta y en todo caso qué número deberías poner (¿el de Buenos Aires?, ¿el del hotel?). Hasta que descifras que tal vez es el código de seguridad de la tarjeta pero ya se te fueron cinco trenes. Un consejo si uno va a experimentar por primera vez, que no sea en hora pico. Es demasiada presión.

Con el metro se llega rápido y a cualquier lado pero se ve poco. Entonces un día en aquel primer viaje de noviembre del 2004 decidí tomarme el bus. Igual me pasé. No porque el bus fuera semi-rápido. Me pasé porque no encontré dónde tocar para que el chofer me abriera. Llegué hasta la puerta de atrás y busqué en vano un botón, un timbre, un cordón, algo, pero nada. Ahí no había nada y el tipo siguió de largo. Resignada esperé a que alguien bajara, pero todos subían, ¿Puede ser? Entonces vi que una mujer antes de abandonar su asiento tocaba un botón en el pasamano y eso era todo. Lo mismo se podía hacer en el marco de las ventanas. No había un solo botón, había tantos botones como pasamanos y ventanas tenía el moderno bus.

Las puertas son, las primeras 24 horas, el enemigo más evidente que uno tiene en la ciudad. Se abren para afuera si estás adentro (empuje) y si estás afuera se abren tirando, es decir al contrario de nuestro sentido común. Es por la seguridad, los incendios, y la mar en coche pero siempre lo hacen quedar a uno en evidencia mientras lucha haciendo el movimiento contrario.

A mil por hora
Una vez un amigo me dijo: Yo no me estreso ni en Nueva York. La frase me pareció -por sobre todas las cosas- precisa, porque esta es una ciudad que no invita exactamente al relax, aunque tenga más de un lugar pensado con ese fin.

Para empezar hablamos de la tercera aglomeración urbana más grande del mundo por cantidad de habitantes, después de Tokio y México, con más de 8,2 millones de neoyorquinos en un área urbana de 830 kilómetros cuadrados.

Pero no es sólo la gente, el tránsito, el ruido, el movimiento de la ciudad, es la velocidad con que todo transcurre.

Desde los atentados a las torres gemelas la seguridad de toda la ciudad está reforzada, en las calles y en los subtes. Francamente no sé si eso la vuelve una ciudad más segura, pero –al menos- uno se siente seguro circulando por ahí a cualquier hora.

Una mezcla de fascinación y estrés son los dos recuerdos que me traje de aquel primer viaje. Una forma de sobrellevar en ese momento tal sensación era escribir a familiares y amigos contando en vivo y en directo las vicisitudes de aquella experiencia. Uno de ellos me contestó diciendo: “Julieta, como dice Fito Paez, si no le entras a Nueva York de una, mejor pegate la vuelta”.

Yo, lejos de amilanarme, volví dos veces más, pero ese es otro capítulo.

Times Square

jueves, 12 de marzo de 2009

Costa Rica, pura vida – Última parte


Manuel Antonio, Marzo 2007. Siempre dejamos la playa para el final por varias razones. Una de ellas es descansar de las propias vacaciones. Salimos de Monteverde, en el centro de Costa Rica, con dirección hacia el océano Pacífico, donde -según lo que nos habían dicho- las playas son más bonitas que del lado del Atlántico.

Recorrimos varias playas y sacando algunas perlitas como Conchal, el resto es perfectamente olvidable. Hasta que llegamos a Manuel Antonio, un extenso parque nacional que combina playas paradisíacas y solitarias con aguas cristalinas y selva exuberante. Evidentemente el paraíso puede tener muchas formas.


Un lugar impresionante que obliga a hacer más de una visita o de lo contrario tomar la difícil decisión de salir del agua para disfrutar de su vegetación o viceversa.

No sé si por la enorme influencia que ejerce el turismo norteamericano en todo el país (cualquier costarricense te saluda en inglés cuando detecta que sos turista y la cena se sirve a la hora de la merienda) o por alguna cuestión local, pero el parque abre a las 7 de la mañana y cierra a las 4 de la tarde.

Es decir que la puesta de sol y la hora más linda de la playa hay que disfrutarlas en Espadilla Norte, la playa pública, unos metros antes del ingreso al parque nacional, repleta de bares, artesanos, y turistas.


Dentro del parque solo hay plantas, senderos, monos carablanca, mapaches ladrones y guías de turismo, de modo que uno debe llevarse todas sus provisiones para pasar el día, incluyendo las bebidas que inevitablemente a la hora del calor fuerte, no estarán frías.

Nosotros además llevábamos un set completo de juguetes de arena y unos cuantos bártulos propios del turismo infantil.

La propuesta es caminar todo el día, almorzar bajo los árboles y por la tarde disfrutar de las playas que están al final del recorrido. Nosotros íbamos demasiado cargados y demasiado cansados como para hacer semejante itinerario así que después de caminar un rato encaramos directo a un guía que acompañaba a un grupo de americanos entusiastas.



-“Lo que vimos hasta acá fue maravilloso. La pregunta es: ¿todo lo que falta por ver es diferente o más de lo mismo?, le pregunté.
El guía nos miró, sonrió, nos comprendió y dijo: “el paisaje es todo igual, pueden bajar en la primera playa (a solo unos minutos) y pasar ahí el resto del día sin culpa. Solo que no verán animales porque están más hacia el interior del parque”.
-¿Qué animales?, pregunté por las dudas.
- Mapaches, monos, perezosos, variedades de pájaros, dijo.

Sin dudar desembarcamos en la playa y resignamos la naturaleza. Cuando estábamos instalados descubrimos que algo imprescindible habíamos olvidado en el auto. No recuerdo qué, solo recuerdo a Christian insultando a más de un santo mientras caminaba de regreso al ingreso del parque.

Hacer solo el primer tramo del sendero nos dio la posibilidad de estar en una playa solitaria ya que todo el mundo siguió el itinerario, pero me dejó con la enorme curiosidad sobre cómo sería el resto del parque. Aún dudo que sea mas de lo mismo.

De todos modos fue un día de suerte. Cerca de las cuatro de a tarde, salíamos del parque cuando casi llegando al estacionamiento una familia entera de monos carablanca se divertía comiendo frutitos de un árbol. Nunca los habíamos visto tan de cerca y haciendo tan poco esfuerzo físico.

Al día siguiente, partimos camino a San José, la capital nacional, para ver el volcán Poás, uno de los pocos aún en actividad y de muy fácil acceso a su cráter, donde se puede ver desde un mirador las pequeñas erupciones.

Llegamos después de almorzar, en un día con nubes que iban y venían, y pese a la espera de casi dos horas, nos fuimos con la sensación de que algo importante pasaba por ahí abajo pero no pudimos ver nada.

Parece que la clave es llegar a la mañana temprano porque luego siempre se nubla y es imposible ver el cráter en su totalidad. Lástima que el dato lo tuvimos al día siguiente del taxista que nos llevaba al aeropuerto para volver a casa.

viernes, 20 de febrero de 2009

Costa Rica, pura vida - Parte II

La Fortuna, Marzo 2007. Segundo día de vacaciones, sigue lloviendo. Y eso que estamos en la estación seca. La temperatura seguramente pasa los 28 grados y es justamente eso –calor más agua- lo que explica el tamaño y el color de la vegetación. La misma planta que en mi casa parece un arbusto tímido acá tiene el tamaño de una persona, lo mismo ocurre con las flores…y también con los insectos.

Tratando de escapar de la lluvia, llegamos hasta el Refugio de Vida Silvestre Caño Negro, en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua.

Por seguridad, dejamos el auto en el hotel y tomamos la excursión. Desde La Fortuna el viaje demora más de una hora por una ruta sin señales, ni carteles, ni paradores. Solo plantaciones frutales, sobre todo bananas.

A medida que nos acercamos a Los Chiles, un pueblo agricultor a 3 kilómetros de la frontera con Nicaragua y paso obligado para llegar a Caño Negro, el paisaje cambia y las plantaciones dejan lugar a una de esas clásicas comunidades de los pasos fronterizos donde se mezclan dialectos, costumbres y resquemores. La pobreza emerge por las ventanillas del micro como una única postal.

Caño Negro es un conjunto de tierras bajas, de inundación estacional, formadas por algunas lagunas y pantanos que dan refugio a una fauna diversa (iguanas gigantes, caimanes, monos y camaleones por nombrar solo algunos de los que vimos) especialmente pájaros.

La vida gira en torno a la laguna Caño Negro, alimentada por el río Frío, que con la llegada de la estación seca, a principios de febrero y hasta abril, queda reducida a lagunitas, caños, surcos y pequeñas playas.

La excursión, con guía naturalista a bordo, consiste en navegar algo más de tres horas por cada uno de los brazos que conforman esta especia de delta, descubriendo su flora y su fauna.

Olivia se divierte señalando con su dedito a los pájaros que supuestamente ella descubre (en una clara imitación al guía), pero su gran entretenimiento llega cuando reparten unas pequeñas botellitas de jugo de sabor dudoso y su gran desafío consiste –con solo 15 meses- es aprender a tomar del pico.

Monteverde, en busca del Quetzal
Para un porteño acostumbrado a hacer 350 kilómetros solo para ver el mar, planificar un viaje por Costa Rica es toda una tentación. Pero si bien las distancias son muy cortas, el país no tiene ninguna infraestructura vial, la mayoría de las rutas tiene solo una mano de ida y otra de vuelta y si las tormentas de invierno producen algún derrumbe el camino queda cortado por semanas.

Así es como para hacer los 98 kilómetros que separan La Fortuna de Monteverde, un pequeño poblado de montaña que alberga uno de los bosques nubosos más importante de Centro América, uno debe invertir no menos de tres horas.

La ruta, un camino de montaña que bien vale la pena recorrer por su paisaje, está absolutamente destruido y en algunos tramos directamente el paso está cortado. Eso es –al menos- lo que nos explicó un lugareño, que milagrosamente estaba parado justo donde unas cuantas piedras atravesadas en la ruta impedían el paso.

Amable y predispuesto, inmediatamente sacó un mapa fotocopiado que mostraba el trayecto alternativo para luego –algunos kilómetros mas adelante-retomar la ruta a Monteverde. Nos cobró cinco dólares por el mapa y se fue a “auxiliar” al auto de atrás.

Sospechamos por cinco minutos y el resto del trayecto nos divertimos calculando cuando dinero ganaría por día nuestro amigo con semejante artilugio.

En Monteverde nos esperaba un hotel en el medio de la montaña, que nosotros bautizamos el hotel de los colibríes porque desde todas sus ventanas colgaban bebederos donde decenas de colibríes diferentes se posaban todo el tiempo a tomar agua.

Los bosques nubosos (bosques de densa vegetación cubiertos por una humedad y una neblina constantes, de allí el nombre) son un paisaje que se repite en Costa Rica, pero definitivamente la reserva biológica bosque nuboso Monteverde, es el más importante.

Hogar natural del esplendoroso Quetzal, ave nacional de costa rica, Monteverde alberga unas 30 variedades distintas de colibríes además de otras especies. El lugar, que tiene la mayor densidad de orquídeas del planeta, es un paraíso para los amantes del avistaje de pájaros.



El recorrido se hace por senderos perfectamente marcados pero la ayuda de un guía es imprescindible para poder descubrir donde están las aves, que ellos reconocen por su sonido, y otras maravillas del lugar.

Cuando los helechos, las orquídeas, los juncos y las bromelias empiezan a parecer la misma cosa, es que uno ya ha tenido una dosis suficiente de biología y lo mejor es cambiar de paisaje.

Monteverde ofrece otras atracciones, como un ranario, con ranas de cualquier color menos verdes, algunas amigables y otras venenosas, y un jardín natural de mariposas que vuelan por todos lados mientras uno trata –en vano- de fotografiarlas.

Este es uno de esos lugares donde uno podría quedarse varios meses a vivir el contacto con a naturaleza sino fuera porque las vacaciones se terminan pronto.