En tres oportunidades, mi profesión me llevó hasta Nueva York, la tercera ciudad más habitada del mundo. Vanguardista y cosmopolita, Nueva York no es un lugar fácilmente abordable si uno quiere sacarse el título de turista y mezclarse entre su gente. Este relato –el primero de tres- no respeta el sentido cronológico de una crónica, sino que va y viene como pinceladas desprolijas que narran sensaciones, miradas y vicisitudes de los tres viajes por la ciudad.
Vista de Manhattan desde Brooklyn
Llegar a Nueva York nunca es así de simple. Y mucho menos si es la primera vez que uno aterriza en la gran ciudad. No importa si es de día, de noche, si es invierno o verano. No importa cuántas indicaciones, consejos, planos, información uno tenga, en algún momento la realidad te cachetea para recordarte que ésa no es cualquier ciudad y mucho menos una ciudad fácilmente abordable.
La primera vez que estuve en Nueva York fue en noviembre del 2004. Había conseguido un trabajo como corresponsal free lance y viajaba a cerrar los detalles del nuevo empleo. Eso en la formalidad. En la realidad quería ver Nueva York, caminar sus calles, estar en la capital del mundo. Y esa era mi oportunidad.
A penas bajé del avión me esperaba un taxista, originario de la India que no hablaba bien inglés y me decía una y otra vez antes de guiarme hasta el auto: “your lame, plis”. ¿Mi qué? Al cabo de unos instantes entendí que quería saber mi nombre (your Name). Como lo vi decidido encarar hacia la salida, le expliqué que debíamos esperar a otra persona que venía de Brasil pero no me entendió y después de 20 minutos por la autopista, debimos volver a buscarla.
Lo siguiente fue desopilante. La operadora de la empresa de taxis llamó al celular del taxista y como éste no le entendía, me pasó el teléfono a mí para que yo le tradujera. Muy amable la señora me “ordenó” que volvieramos y escribiera en un papel el nombre de la compañía que nos había contratado porque nadie tenía el nombre de la chica. Yo misma tuve que bajar con el cartel mientras el taxista nos esperaba en el auto. No hacía una hora que había bajado del avión y ya podía sentir la explotación laboral.
El trayecto hasta el hotel fue casi un tour por la ciudad. Nuestro destino era la 29 y Madison Av, pero el taxista interpretó el número 29 de la avenida Madison y allí fuimos a parar. Ahí aprendí que la intersección de dos calles es 29 “street” con Madison Av. Paseamos un buen rato. Eran casi las ocho de la mañana de un lunes frío de Noviembre con un sol precioso, pero que a penas lograba infiltrar sus rayos entre tantos rascacielos.
Central Park en Otoño
En el segundo viaje, agosto del 2006, ya no me esperaba ningún remis y tampoco iba sola: me acompañaban Chiristian y Olivia, de nueve meses. La excusa era una convención organizada por la misma empresa. La realidad, la familia también quería conocer Manhattan.
La nota la dimos a penas bajamos del avión. Valijas en mano íbamos directo al taxi cuando un metro antes de salir a la calle paramos -sin saber por qué- en una fila donde algunas personas hacían pasar sus valijas por rayos X. Tan sensibilizados estábamos con los controles (no recuerdo que atentado terrorista amenazaba la paz de mundo por esos días) que sin pensarlo hice la fila y voluntariamente le dí la valija al empleado que las metía en una manga sin fin.
- ¿Dónde retiro la valija?, le pregunto.
- Cuando aterrice.
- Yo acabo de aterrizar.
- ¿Y qué conexión tiene?.
- Ninguna, me quedo acá en Nueva York.
- ¿Cómo?, gritó alarmado el tipo. “Wait, wait, wait”, le decía a otro mientras la valija era tragada por la manga que transporta todo el equipaje que llega al aeropuerto y automáticamente sale al resto del mundo.
- ¿Y ahora?, le pregunto al borde del llanto.
- La valija se metió en el sistema y usted debe esperar a que de toda la vuelta y el sistema la devuelva porque no encontrará dónde mandarla.
-¿Sistema? No querido, meté la mano y sacala como sea.
Imposible. La valija se había ido y hubo que esperar en el sector de reclamos, donde había hasta un perro que nadie reclamaba, que la valija fuera expulsada por el sistema.
Vista nocturna de la ciudad desde el mirador del Empire State
¿Bajan?
Cuando digo que Nueva York no es una ciudad fácil, no me refiero al idioma. Más de la tercera parte de los ocho millones de los residentes son nacidos fuera de los Estados Unidos y existen unas 200 lenguas en uso. En cualquier restaurante, bar, librería, juguetería, casa de ropa o fotografía siempre hay un latino para facilitarte la vida.
Pero aún así uno quiere y debe –si puede- hacer uso de su buen inglés. Llegamos y queremos mezclarnos entre los locales. Al fin y al cabo, después de años de lecciones idiomáticas, el lenguaje diario, las frases simples, no deberían ser un problema. Bueno, solo si no son demasiado simples.
Volvamos a noviembre de 2004. Después del citi tour obligatorio que nos dio el taxista llegué al hotel, tiré todo sobre la cama, agarré un mapa y así, con el vuelo todavía encima y un sueño de morirme salí corriendo a conocer la ciudad.
Parada frente al ascensor pensaba qué lugares podía recorrer primero. El barrio del hotel, el Empire State. Otros huéspedes comenzaron a acumularse detrás mío en el pasillo. Finalmente llegó el ascensor y cuando las puertas se abrieron quise saber si subían o bajaban. Una pregunta bien simple.
Fue imposible. Abrí la boca para decir algo pero inmediatamente quedé muda. La gente me miraba y yo buscaba en mi cerebro a mil kilómetros por hora. ¿Cómo se dice “bajan” en inglés? El infinitivo es más fácil, ¿cómo se dice bajar? O más fácil ¿ir abajo?
Entré en pánico, la mente se me puso en blanco, trataba de emitir algún sonido pero la voz se me había ido. Los de atrás se tiraron dentro del ascensor cuando vieron que las puertas se cerraban dejándome a mi sola con mis dudas y mis años de lecciones parada en el pasillo haciéndome una pregunta tan tan simple.
La respuesta la tuve dos segundos después, pero por las dudas me convertí casi en una muda para el resto de la semana. Hablaba solo lo indispensable. Tenía todas las frases adentro, pero necesitaba dejarlas salir.
Rascacielos desde el Central Park
Maquinas, puertas y otros enemigos
Claro que caminar es la mejor forma de conocer una cuidad pero si uno tiene poco tiempo el transporte público es siempre útil y más barato que el bus turístico. El sistema de subterráneos en Nueva York tiene más de cien años y su traza es tan compleja y variada que permite llegar a cualquier lado por sólo dos dólares y en minutos…si uno no se pierde.
No es sólo cuestión de estudiar bien el mapa, estoy diciendo que en cada estación pasan cuatro o cinco líneas diferentes. Tampoco es cuestión de embocarle al andén y relajarse porque por cada andén pasan el servicio express, el semi-rápido y el normal de más de una línea.
O sea, uno quiere ir desde el barrio chino a Time Square, tiene el recorrido estudiado, está listo para esperar la línea 6 pero si no está atento puede terminar en el medio del Harlem en unos minutos porque simplemente se subió al 6 pero al express. ¿Dónde lo decía? Nunca lo supe. Uno debe escuchar las instrucciones del conductor, que te avisa si para en todas las estaciones o no. Claro cuando uno logró comprender ya está en Harlem.
Recuerdo la casi desesperación de Christian un día que me llamó a la oficina (el y Olivia paseaban mientras yo trabajaba) para decirme: “iba al zoo del Central Park pero el metro que me tomé no para más y yo creo que voy hasta la frontera con Canadá, quería avisarte por las dudas”.
Pero antes de todo esto uno debe lograr sacar el boleto. No hay boleterías, sólo maquinas, que funcionan en varios idiomas y con tarjeta de crédito y otras variantes exóticas pero aún así uno requiere de un par de intentos al menos para lograr la bendita Metrocard.
Nunca falta el apurado que de atrás te insulta, cuando uno esta debatiendo para qué la maquina pide el Zip (¿código postal?) cuando queres pagar con tarjeta y en todo caso qué número deberías poner (¿el de Buenos Aires?, ¿el del hotel?). Hasta que descifras que tal vez es el código de seguridad de la tarjeta pero ya se te fueron cinco trenes. Un consejo si uno va a experimentar por primera vez, que no sea en hora pico. Es demasiada presión.
Con el metro se llega rápido y a cualquier lado pero se ve poco. Entonces un día en aquel primer viaje de noviembre del 2004 decidí tomarme el bus. Igual me pasé. No porque el bus fuera semi-rápido. Me pasé porque no encontré dónde tocar para que el chofer me abriera. Llegué hasta la puerta de atrás y busqué en vano un botón, un timbre, un cordón, algo, pero nada. Ahí no había nada y el tipo siguió de largo. Resignada esperé a que alguien bajara, pero todos subían, ¿Puede ser? Entonces vi que una mujer antes de abandonar su asiento tocaba un botón en el pasamano y eso era todo. Lo mismo se podía hacer en el marco de las ventanas. No había un solo botón, había tantos botones como pasamanos y ventanas tenía el moderno bus.
Las puertas son, las primeras 24 horas, el enemigo más evidente que uno tiene en la ciudad. Se abren para afuera si estás adentro (empuje) y si estás afuera se abren tirando, es decir al contrario de nuestro sentido común. Es por la seguridad, los incendios, y la mar en coche pero siempre lo hacen quedar a uno en evidencia mientras lucha haciendo el movimiento contrario.
A mil por hora
Una vez un amigo me dijo: Yo no me estreso ni en Nueva York. La frase me pareció -por sobre todas las cosas- precisa, porque esta es una ciudad que no invita exactamente al relax, aunque tenga más de un lugar pensado con ese fin.
Para empezar hablamos de la tercera aglomeración urbana más grande del mundo por cantidad de habitantes, después de Tokio y México, con más de 8,2 millones de neoyorquinos en un área urbana de 830 kilómetros cuadrados.
Pero no es sólo la gente, el tránsito, el ruido, el movimiento de la ciudad, es la velocidad con que todo transcurre.
Desde los atentados a las torres gemelas la seguridad de toda la ciudad está reforzada, en las calles y en los subtes. Francamente no sé si eso la vuelve una ciudad más segura, pero –al menos- uno se siente seguro circulando por ahí a cualquier hora.
Una mezcla de fascinación y estrés son los dos recuerdos que me traje de aquel primer viaje. Una forma de sobrellevar en ese momento tal sensación era escribir a familiares y amigos contando en vivo y en directo las vicisitudes de aquella experiencia. Uno de ellos me contestó diciendo: “Julieta, como dice Fito Paez, si no le entras a Nueva York de una, mejor pegate la vuelta”.
Yo, lejos de amilanarme, volví dos veces más, pero ese es otro capítulo.
Times Square
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1 comentario:
Hay pocos lugares donde haya tenido la suerte de viajar mas de 1 vez. Una de ellas fue Paris, el amor llego con la segunda visita. Otra fue Nueva York... todavia le sigo buscando la vuelta. Nunca logre vivir la ciudad, siempre me senti una mera espectadora, turista 100%. Creo que para disfrutar NYC hay que tener por lo menos 2 cosas, alguien que juegue de local y algo mas que unos mugrosos pesos argentinos en el bolsillo...
Cambiando de tema, saludos a Oli!!
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