lunes, 25 de agosto de 2008

Viaje al corazón de la selva


Misahualli, Abril 2008. Llegamos al mediodía. Nos habían hablado tan mal del estado de las rutas que calculamos mucho más tiempo del realmente necesario, pero queríamos evitar que el atardecer nos agarrara en el camino.

Nos hospedamos sobre el río Misahualli a pocos kilómetros de la villa que lleva el mismo nombre, en la provincia del Napo, en el Oriente ecuatoriano. El Napo es un extenso río que nace en Ecuador, atraviesa Perú y muere en el Río Amazonas, después de seis días de navegación.

Aquí comienza la selva Amazónica y uno pude darse cuenta como va cambiando la geografía, a medida que el camino baja desde Quito para adentrarse en Baeza, la primera ciudad importante de la selva.

El aire se pone denso, húmedo y caluroso. La vegetación se vuelve exuberante, y todos los matices posibles del verde se hacen presentes. Por tramos llueve.

Internarse en la Amazonia ecuatoriana, la principal atracción turística después de las Islas Galápagos, es un poco detenerse en el tiempo. La electricidad es escasa, las comunicaciones dificultosas, el agua no es potable, las comodidades son básicas o extremadamente lujosas en el caso de los grandes resorts. Los hospedajes de medio rango no existen. Pero aquí lo único que importa es el paisaje.

Un guía nos lleva a recorrer el lugar y ahí aprendemos la lección básica: “No se alejen del sendero marcado (nada mas fácil que perderse en la selva), no se apoyen en los árboles (muchos son venenosos), cuidado donde pisan”. Genial. Y nosotros con una nena de dos años.

Olivia viaja en los hombros de Christian y no quiere bajar al piso porque un mono araña la sigue.

Entre las plantas que abundan en la zona se destaca el cacao y el guía nos invita a probarlo. Me sorprendo al sentir que sabe más a cítrico que a chocolate, y según él eso ocurre porque esta recién cortado de la planta y la semilla no fue aún secada al sol.

“¿Ustedes son de Argentina?”, me pregunta y mientras asiento con la cabeza espero que haga una clásica referencia deportiva a Maradona o algo por el estilo. Sin embargo, su curiosidad esta dirigida a otro rubro: ¿Allí separan las estaciones por fechas, verdad? y continúa ¿ustedes saben exactamente cuando empieza el invierno, el verano y las otras estaciones, no? Porque aquí todo el año es igual que hoy. La pregunta me produce tanta ternura que soy incapaz de reírme.

Casi terminaba el recorrido cuando nos deja una advertencia más: “Cuidado con la conga”, dice señalando una hormiga negra de 3 o 4 centímetros de largo, que cuando pica produce un dolor muy fuerte y fiebre alta, que puede durar hasta 24 horas. Se dice que es el dolor no mortal más intenso que se puede experimentar.

Volvimos a la cabaña y cambiamos las camas de lugar varias veces hasta que las tres estuvieran pegadas y lejos de las ventanas. Yo elegí la del medio, me tapé como si estuviera en el polo y espere toda la noche a que amaneciera pronto.

El segundo día empieza temprano y luego de un desayuno breve nos vamos a remontar el río Napo en una canoa techada, un invento local y turístico, supongo. Llueve por momentos, hace calor, la humedad asfixia y todavía no son las nueve de la mañana.

El Napo es ancho, rápido y con aguas color chocolate. En la mayor parte de su costa habitan comunidades indígenas, en su mayoría quichuas, que sobreviven en la extrema pobreza. Viven de la pesca, del cultivo de yuca (mandioca), y de un subsidio de 30 dólares mensuales que les da el gobierno del Ecuador a las mujeres jefas de familia numerosa. El turismo hace su aporte visitando las comunidades y comprando artesanías.

Durante la navegación se los puede ver lavando oro, como se le llama a la técnica de filtrar la arcilla que se asienta en la costa del río luego de la creciente en busca de pepitas de oro, algo así como buscar brillantina en la tierra. En las buenas épocas, tras todo un día de trabajo, llegan a sacar hasta dos gramos de oro por día y con eso financian la educación de sus hijos.

La canoa –a motor- aminora la marcha y se acerca a una de las orillas, entonces la densa mata verde que se ve desde el medio del río empieza a tomar forma y matices. Se distinguen, árboles más y menos densos, lianas, arbustos, aparecen algunos colores y enseguida resaltan unas flores blancas que parecen colgar del cielo, son orquídeas salvajes.

El guía que nos acompaña es Chamán como la mayoría de los guías de la zona, aunque muchos solo estén vestidos para la ocasión. Habla lo justo, pausado, y en tono bajito. Contesta amablemente cada una de nuestras preguntas pero no revela los secretos del chamanismo como yo quiero. Me dice que espere que ya voy a saber, pero nunca me cuenta.


Nos mira cuando Olivia protesta y nos pone a prueba: “la niña se impacienta, ¿volvemos?”. Que gracioso! Estamos en el medio de la selva virgen, fascinante, aplastante, rodeados de árboles milenarios de todo tipo, color y tamaño, plantas que nacen en los tallos de otras plantas, plantas que se abrazan, se enroscan, se ahogan unas a otras, la selva es también caótica.

Estamos rodeados de mosquitos que te pican a pesar del repelente, de hojas que te pegan en la cara, y llenos de barro, pero la energía brota desde todos lados y seguimos.

Desde adentro, no se ve el cielo. A decenas de metros de altura, las copas de los árboles hacen de techo. Por momentos escuchamos llover, pero el agua no llega a mojarnos ahí abajo. Los animales no se ven, pero se escuchan, principalmente monos y tucanes. Cuando se oye un sonido es bueno detenerse y prestar atención porque pronto otros animales responderán y se produce como un concierto breve.

El Chamán nos va señalando las plantas toxicas y las comestibles, todo tiene un uso y un fin en la selva. La farmacia del mundo entero esta ahí.

“Hormiguitas de limón, prueben”, me dice acercándome una hojita verde con un pequeño bulbito en la punta. Al apretarlo salen un montón de hormiguitas mínimas que se chupan desde el dedo y efectivamente saben a limón.

Cuando me di cuenta de lo que había hecho inmediatamente me di vuelta para advertirle a Olivia que no se le ocurriera…pero es tarde y se está masticando una hoja cualquiera que yo le había dado un rato antes.

Caminamos más de dos horas y volvimos al punto de partida para el almuerzo en un refugio improvisado para la ocasión. Una cazuela de arroz con algo, imposible de saber, exquisita no sé si por la mano de la cocinera o porque el estado salvaje característico del campamento termina inevitablemente adueñándose de uno y todo –hasta la humedad- parece exquisita.

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