viernes, 25 de julio de 2008

Zigaretten, crónica de un viaje en tren


Antigua fachada de la estación central de trenes de Praga, República Checa. Entrada actual al Fanta's cafe

PRAGA, Marzo 2002. Llegamos a la estación central de trenes de Praga con tiempo de sobra. El idioma nos costaba tanto que queríamos hacer los trámites con tranquilidad. No fue necesario, nadie nos pidió –ni siquiera- el pasaporte.

Eran las nueve de la noche y en el andén no había un alma. Por primera vez pensé que tal vez hubiera sido mejor hacer el trayecto Praga-Budapest en avión, como me habían sugerido. Pero el tren no solo era tres veces más barato sino que además viajando de noche nos ahorrábamos el hotel.

El plan no parecía para nada complicado solo por un detalle: para ir desde la República Checa hasta Hungría, el tren atravesaba Eslovaquia, un país que hasta dos meses antes de nuestro viaje –en marzo del 2002- solicitaba visa para poder ingresar. Por eso todo el mundo hacia el viaje en avión y se ahorraba el trámite.
En la embajada de Buenos Aires me habían confirmado que el permiso ya no era necesario y que se podía entrar y salir libremente del país. Me pareció suficiente información y saqué los pasajes. Pero a punto de abordar el tren quería confirmar una vez más (a veces el oficio periodístico no me da paz) para evitar que nos bajaran en la frontera a las dos de la mañana. Fue imposible, nadie nos entendió, nadie sabia. Me resigné.

La estación de tren ocupaba toda la manzana. Era muy antigua. Me hizo acordar a Constitución. Al igual que Constitución, se notaba que el edificio y los andenes habían conocido tiempos mejores. Más tarde leí en una guía la edificación era del estilo Art Nouveau.

Si la arquitectura del lugar había logrado distraerme, cuando el tren llegó al andén volví a pensar en el avión. “¿Esto les quedó de la segunda guerra?”, me preguntó Christian. Mudos, subimos y nos encerramos en un compartimiento que era para cuatro personas al menos.

Arrancó unos minutos antes de las diez y al rato alguien nos golpeó la puerta para pedirnos boletos y pasaportes. Un guarda, que parecía sacado de una película de Hitler, nos miró, dijo algo en checo –que fue imposible de descifrar por el tono porque todos gritaban y parecía que daban órdenes al hablar- y ante nuestro absoluto desconcierto, se fue.

El tren paro en ocho pueblos antes de llegar a la frontera. Lo supimos porque ahí subió nuevamente un inspector y nos pidió los pasaportes y los pasajes. Los miró, nos miró y llamó a otro inspector, que hizo lo mismo.

Estábamos sentados uno frente a otro. En el medio la ventana y a través de ella el campo, o supongo que el campo porque no se veía absolutamente nada. Nos miramos. Intenté una explicación en inglés sobre aquello de que ya no era necesario visa. ¿Visa?, me interrumpió serio uno de los guardas. ¿Para qué hable?, pensé. Llamaron a un tercero, deliberaron un rato y se fueron.

Como el tren no arrancaba, pensé que estaban decidiendo si nos bajaban o no. Tenía tanto miedo que no podía hablar y Christian me miraba. Fue un instante. Hasta que el tren arrancó y –yo creo que del susto- nos dormimos profundamente.

¡Zigaretten!, ¡Zigaretten!. El grito nos hizo saltar del asiento, y hasta mucho tiempo después pensé que el episodio no había sido real. Otro guarda, sacado de la misma película de Hitler, había entrado al compartimiento y en el medio del ruido que hacia el tren en ese trayecto, nos gritaba algo de lo que solo se entendía zigaretten.

Sentí que había sido demasiado, que si habíamos logrado pasar la frontera no podíamos ahora morir en manos de un loco uniformado que nos pedía un cigarrillo o nos decía que no se podía fumar, nunca lo sabré. Christian se levantó, me acuerdo que me pareció tan alto y alzando la voz le contestó: “No zigaretten”. El tipo desapareció dando un portazo.

Nos reímos de los nervios durante 10 minutos. Eran casi las tres de de la mañana y no teníamos idea por dónde andábamos. Tres minutos después tuvimos la respuesta, pero no nos sirvió de nada.

Un nuevo guarda entró, pidió los pasaportes y los selló. Cuando se fue, Christian me dijo: estamos en Kuty. ¿Donde?

Nunca más dormimos en el resto del trayecto. Faltaban, según nuestro itinerario de pasaje, todavía cuatro horas para llegar a Budapest, pero en ese momento ni siquiera estábamos seguros hacia donde íbamos.

Viajamos en silencio. El tren paró en doce pueblos más (Stúrovo, Lanzhot dice mi pasaporte), hasta que llegó a la estación Keleti de Budapest, construida en estilo ecléctico –leí mas tarde en la misma guía- por el 1880. Era las siete de la mañana de un jueves y ver tanta gente me alivió. Por suerte el hotel estaba reservado, solo queríamos dormir.

Keleti, una de las tres estaciones de trenes de Budapest, Hungría

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