viernes, 18 de julio de 2008

Quito, dos días

Monasterio de San Francisco, abierto en 1604, es la iglesia más antigua de Ecuador

QUITO, Abril 2008. Galápagos quedó atrás y ahora la ruta nos conduce hacia Quito. Viajamos de tarde, pero aún así el mal –malísimo- estado de los caminos nos obliga a cambiar el plan. Y eso no nos gusta, pero no tenemos opción si queremos ver la capital de Ecuador antes de internarnos en el comienzo del Amazonas.

Dejamos el auto en Manta, una ciudad portuaria ubicada al norte del país sobre la costa del Pacifico, donde no encontramos nada para ver y seguimos en avión a Quito. La altura, 2850 metros sobre el nivel del mar, se hace sentir enseguida al bajar del avión, combinada con un calor y una humedad, que hacen el aire pesado, denso.

Para peor el hotel nos asigna una habitación en el piso doce! ¿Tenemos que seguir subiendo?, le pregunto a la recepcionista sin ninguna ironía. Pero a ella le parece gracioso el chiste y nos recomienda dormir una siesta para darle tiempo al cerebro a que se acostumbre a la falta de oxígeno.

No sé por qué pero cuando yo imaginaba Quito, lo imaginaba como una ciudad colonial pequeña, toda pintada de blanco, perdida en el medio de la montaña con sus cholas emponchadas en el atuendo típico y sus hijos cargados en la espalda.

Algunas hay. Pero además hay otro millón y medio de habitantes en una ciudad moderna rodeada de cerros, ocupados básicamente por los sectores más pobres de la población. La primera imagen que me vino a la cabeza cuando subíamos al cerro Panecillo, (en taxi, por recomendación de la oficina de turismo local) es la de las favelas de Río de Janeiro, aunque en una proporción mucho menor.

El Panecillo aloja en su cima a la Virgen de Quito y ofrece una vista panorámica de la ciudad que estremece, creo que ahí entendí lo que era la “densidad de población”. Vista panorámica de la ciudad desde el Cerro Panecillo


La ciudad alberga un casco colonial pequeño, parecido al que yo imaginaba –declarado patrimonio de la humanidad en 1978- y muy pintoresco, calles muy angostas y una locura de autos, transito y gente.

El agotamiento del viaje, el calor y la falta de aire hizo que después de visitar la tercera iglesia, (lo que implica subir y bajar calles y escalinatas) nos conformáramos solamente con ver la fachada e imaginar que adentro sería igual de bonita.

Cuando llegamos al mercado artesanal, sentí que había encontrado mi lugar en el mundo!. Que variedad y que combinación de colores!

Nunca hago compras durante los viajes porque me aburren y además siento que pierdo el tiempo, pero sencillamente no podía salir de entre las mantas, ponchos, gorros y otros tejidos de alpaca, manteles y collares. Ni yo, ni Olivia que mientras nosotros elegíamos y preguntábamos precios, ella se probaba gorros y pulseras. Si tuviera que volver, solo volvería a Quito para recorrer nuevamente el mercado y llevarme todo lo que dejé presionada por mi propio pensamiento de “ya es suficiente”.

Arte hasta en el banco
Lo que más me llamó la atención de la ciudad fue la movida artística y cultural. Se ven esculturas metálicas en parques, avenidas, plazas y hasta en shoppings, y galerías de arte por doquier. Hasta el Banco Central de Ecuador, que dejó de funcionar como tal en el 2000 cuando el país adoptó el dólar como moneda propia e importa los billetes desde los Estados Unidos, está convertido en un gran museo de arte.

La vida nocturna está concentrada en la zona que llaman Mariscal Sucre, una especie de Palermo Soho para los amigos. Allí estábamos almorzando cuando un aguacero, seguido por una granizada idéntica a la de Buenos Aires en el 2006 paralizó la ciudad. El agua pegaba con tanta fuerza sobre el toldo del café donde estábamos y hacia tanto ruido que yo no lograba escuchar lo que Christian trataba de decirme. El caos duró 15 minutos y luego el domingo siguió su curso.

A Olivia parecía no afectarle la altura, pero si la vida de ciudad: “Playa, mamá”, me reclamaba desde el cochecito. Me costó explicarle que ya no hay mar, que ahora vamos a la selva.

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