
Como espectador uno se va volviendo exigente a medida que pasan los días. El viernes a la tarde, a pocas horas de haber llegado, desde la ventana del hotel pudimos divisar un montículo negro en el medio del Golfo Nuevo que bordea Puerto Madryn y gritamos de emoción. Era comprensible, se trataba de la primera ballena a la vista. Al rato vimos más y mas tarde la escena se nos hizo familiar. Al cabo de unos días, ya no alcanza con ver sus aletas, uno pretende verlas saltar y por eso pasa horas contemplando el agua y probando su suerte.
En eso estamos, con el auto estacionado frente al mar, después de todo un día de viaje y navegación.
La ballena franca llega a las costas del Golfo Nuevo, en Chubut, para mediados de año y allí se queda hasta Diciembre. Es el lugar elegido para el apareamiento y la cría y es por eso que para esta época suele verse a las hembras siempre acompañadas de su ballenato.


Entre octubre y noviembre se da la mayor concentración de ejemplares en Península Valdés -de 350 a 400 ballenas- pero aún así se requiere de un toque de suerte para poder apreciarlas de cerca. Después de todo, son ellas quienes deciden si emergen sus cuarenta toneladas de cuerpo fuera del agua, muestran la cola o sólo largan ese enorme chorro en forma de v, acompañado de un soplido ruidoso que suena más a fastidio que a llamado de atención, y que a los turistas nos sirve para identificarlas a mucha distancia.

El barco tenía capacidad para 50 personas pero éramos solo 20, así que cada uno pudo elegir un lugar donde agarrarse porque el viento soplaba con ganas y eso dificultaba la espera. Al rato se vio una aleta del lado derecho del barco, inmediatamente después un pedazo de cola, y luego nos volvimos a quedar solos. Ni los más experimentados fotógrafos tuvieron tiempo de intentar una foto.
“Tranquilos, es una hembra con su cría y nos están pasando por abajo”, dijo el capitán y el silencio se transformó en tensión. Fue un instante de zozobra. Sentí que nos observaban, madre e hijo, mientras decidían si salían a la superficie a mirarnos más de cerca. Y eso que éramos nosotros los que habíamos pagado para ver.

“La mamá se alejó”, volvió a intervenir el capitán, que desde la cabina de comando tenía un panorama más amplio de los movimientos de los animales, gracias a la transparencia del agua.
Cauteloso, el ballenato surgía y se sumergía, giraba hacia un lado y al otro, sacaba parte de la cola y se volvía a esconder mientras nosotros hacíamos malabares por una foto.
Pero es inútil. Cuando ves aparecer a la ballena, enfocás y cuando disparás, ya se volvió a esconder. Entonces activás la función multi-disparo y la buscás mirando por el visor para no perder ni un segundo. Nada pasa. Te relajás. Aparece y disparás ya sin enfocar demasiado, con lo cual obtenes cinco fotos consecutivas de nada y en la ultima un pedazo de alguna parte del cuerpo de la ballena.

Fue impactante ver semejante animal interrumpir de golpe y delicadamente la paz de la línea del horizonte para luego desaparecer como si nada hubiera pasado, sin levantar más que un poco de agua. Pero sobre todo fue emocionante para mí ver cómo la cara de Olivia, que había quedado en mi campo visual, se desdibujaba de sorpresa con sus ojos salidos y su boca abierta. Me abrazó aterrorizada y recién ahí tuve la certeza de que entonces había comprendido.
Ahora duerme en el asiento trasero del auto, mientras Christian y yo -cámara y binoculares en mano- intentamos sin demasiado éxito capturar uno de esos saltos que te paralizan sin que ni siquiera puedas enfocar.


1 comentario:
te pasaste....que lindo...un dia tambien ire con mi familia....
Pablo Tombesi
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