PUNTA CARRION, Abril 2008. Dos veces en mi vida, mientras viajaba, tuve la sensación de haber llegado a un lugar mágico. La primera cuando llegue a Playa Sancho, en Fernando de Noronha, Brasil (de la que ya les contaré alguna vez), la segunda cuando de regreso al hotel en la Isla Santa Cruz (Galápagos) nos detuvimos en Punta Carrión.
No fue tanto la geografía como la intensidad y el contraste de los colores lo que me impactó. El agua no es verde, es rabiosamente verde. Las paredes que rodean el acantilado son de un rojo tierra que se ve constantemente interrumpido por la frondosa vegetación que aflora y en muchos casos llega casi hasta el agua. El resto el cielo y silencio.
Punta Carrión, no es más que eso, la punta de un acantilado que desde lejos parece una bonita postal. Pero a medida que uno se va acercando se puede apreciar como el agua contenida en las salientes del propio acantilado forma piletones naturales donde uno puede ver todo tipo de fauna y flora marina con sólo sumergir un poco la cabeza.
Cada pequeño sonido se repite en un enorme eco y después otra vez silencio. Me zambullí sin pensarlo y me dejé flotar. El agua además de verde y calma, es cálida, algo que no siempre se encuentre en las costas de las Islas Galápagos, donde se cruzan tantas corrientes diferentes.
“Quieta que tenés compañía”, me advirtió mi marido desde el barco, que estaba amarrado a pocos metros de donde yo flotaba. Giré la cabeza despacio y vi como dos pelícanos me escoltaban demasiado cerca en mi paseo acuático. De tan cerca y en el agua, no parecen tan simpáticos como los que suelen verse en el resto del archipielago siempre a la espera de algún bocado.
Llevaba cuatro días en Galápagos y recién ahí sentí que había llegado al lugar que buscaba. Sumergida en mi propio silencio me di cuenta además de que en ese lugar tampoco había nadie. Es decir, sacando a las 20 turistas que nos acompañaban en esa excusión, siempre habíamos estado solos en cada uno de los lugares que visitamos.
“Es un merito del Ingala”, me explicó un rato más tarde el guía. El Instituto Galápagos o Ingala tiene por objetivo organizar y controlar la estadía de cada uno de los cerca de 200 mil turistas que llegan cada año a visitar el archipiélago.
Cada vez que uno compra un paquete turístico –única manera de acceder a la isla- el operador o agencia que lo vende informa al Ingala, quién viaja, por cuánto tiempo, dónde se hospeda, qué excursiones hará y cuándo. Un servicio que no es gratis, la visa para ingresar a Galápagos que se abona al llegar al aeropuerto de Baltra es de 100 dólares por persona. Pero el objetivo está cumplido.
Cuando miré de nuevo, los pelícanos se habían ido. Olivia me llamaba desde la popa del barco, con su chaleco salvavidas puesto. La llevé a dar una vuelta por el agua y nos fuimos. Ahora, era el tiempo de otros.
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1 comentario:
Con ese..."me deje flotar" me mataste. Es la entrega pura a la inmensidad del agua; a ese instante en el que sos vos y todo.
Con esa frase quiero felicitarte amiga, porque en cada uno de tus relatos yo me dejo flotar...
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