viernes, 3 de junio de 2011

Panamá, ciudad de contrastes

¿Cuándo comienza un viaje? ¿Cuándo decidimos el destino, compramos el pasaje o emprendemos el camino?
Con la elección del lugar, uno comienza muchos posibles viajes. Tantos, que es imposible por tiempo y distancia llevarlos todos a cabo. Entonces elegimos lugares, paisajes, cotejamos mapas, armamos las valijas y vamos.
Pero si el viaje solo empieza cuando llegamos a destino siento que uno se pierde “la cocina”, donde se mezclan ilusiones y frustraciones, delirios, consejos, dudas y tentaciones sobre lo desconocido o no tanto, que al fin y al cabo son el preludio de lo que está por venir.
Este viaje comenzó a mediados del 2008 cuando dijimos vayamos a Panamá, sin tener muchas más referencias que la existencia del famoso canal marítimo, pero con la certeza de que podíamos combinar en 14 días mar, selva, y montaña sin recorrer grandes distancias.
A fines de marzo del 2009, cuando estábamos casi listos, la noticia de que un nuevo integrante de la familia venía en camino, nos obligó a postergar unos meses la partida.
Aterrizamos finalmente (palabra que incluye además 8 horas de demora en Ezeiza) en la ciudad de Panamá un caluroso, húmedo y nublado mediodía de junio.


Catedral de la ciudad de Panamá, Casco Antiguo

Ciudad de Panamá, Junio 2009. La modernidad, el lujo, la historia, los mares. Todo convive en esta ciudad. Fundada en 1519 y refundada en 1673 luego de un incendio que la destruyó casi por completo, Panamá encierra hoy muchas ciudades en una.

Vista aérea Casco Antiguo
Con un calor que aplasta y por momentos parece quitar el oxígeno, sospecho primero y confirmo después que lo mejor que este país tiene para mostrar no está necesariamente en esta ciudad, a menos que uno venga en plan de compras (ofrece una amplia gama de shoppings y una zona de puerto libre de impuestos), vida nocturna y otras delicias citadinas.

Pero la estadía aquí se hace obligatoria al menos como base de los vuelos locales que luego nos llevarán al mar, y unos días después a la montaña.

La interminable demora del avión en el aeropuerto de Buenos Aires nos obligó compactar la visita a la ciudad en un solo día. Dejamos las ruinas de Panamá La Vieja (lo que quedó de la ciudad original que fue incendiada por el pirata Henry Morgan) para otro año y nos adentramos en el pequeño Casco Antiguo, que es verdaderamente histórico. Tanto que por momentos cuesta “imaginar” lo pintoresco que fue 300 años atrás.

Sobre todo porque desde que la Unesco lo declaró patrimonio de la humanidad en 1997, toda el área está en constante restauración y los andamios pasaron a ser parte del paseo.

Plaza de Francia, Casco Antiguo

La visita comienza al pie de una interminable escalera. Ahí fue donde nos dejó el taxista. Desde ahí, dijo, teníamos vista al Pacifico y luego a la ciudad moderna. Se trata de la enorme y señorial escalinata de la Plaza de Francia, construida en memoria de los 22 mil trabajadores (la mayoría franceses o provenientes de Guadalupe y Martinica) que murieron durante la construcción del Canal de Panamá.

La plaza, conduce al Paseo de las Bóvedas, recorriendo toda la gran muralla que construyeron los españoles para proteger a la nueva ciudad, hoy el Casco Antiguo.

Es un paseo pintoresco que ofrece diferentes vistas, sólo que con una niña de tres años –con collar, sombrero y cartera- el cochecito, la mochila y yo embarazada de 5 meses, tal vez no era un lugar ideal para comenzar la visita. Pero el taxista ya no estaba para cuando nos percatamos del extenso detalle.

Teatro Nacional de Panamá, Casco Antiguo

En un recorrido de solo unas cuadras es posible ver el Teatro Nacional de Panamá, la Iglesia San José con su altar bañado en oro, la plaza del la Independencia rodada de varios edificios históricos además de la Catedral. En el medio de todos ellos el bar Havana Club, donde dicen servir el mejor mojito de la ciudad, pero a las diez y algo de la mañana es un poco temprano para probar.

Havana Club, Casco Antiguo

Dos iglesias y un convento después estamos listos para partir hacia el otro sector de la cuidad. Otro taxi nos lleva primero hasta la pequeña Miami que veíamos de la escalera solo para darle una mirada desde el auto y depositarnos luego en el famoso canal.

Hacemos el trayecto por una especie de paseo marítimo, bordeando el mar, entre gente que patina, camina conectada a sus mp3 y anda en bicicleta. La avenida Balboa zigzaguea y se mete de lleno entre edificios altos, espejados, y lujosos con terrazas que dan al mar y el taxista habla del precio de los departamentos en millones de dólares. Esto es Panamá City, la parte moderna de la ciudad, o la pequeña Miami como le gusta definirla a los propios panameños.

Panamá, la moderna

Ya de regreso, nos ofrece un camino alternativo que nos lleva directo al canal y entones nos internamos en una Panamá pobre, caótica, ruidosa, sucia, llena de autos viejos que pelean por avanzar en calles minúsculas, donde nadie respeta la vereda, la prioridad de paso o el semáforo. Edificios en total estado de abandono, vendedores callejeros que gritan, olor a comida. En el medio de todos ellos, los diablos rojos, unos viejos colectivos de color rojo que se ganaron el apodo de diablo porque sus conductores apuntan y aceleran y si todo el resto se corre o frena, mucho mejor.

Parece inverosímil que 5 minutos después de salir de semejante embotellamiento estemos en la punta del cerro Ancón, rodeados de aves, perezosos y orquídeas, y otra vez observando diferentes vistas de la ciudad sin escuchar un solo ruido de lo que sucede abajo. Aquí arriba llovizna, se respira aire puro, y hay tanto silencio que el tiempo parece detenido.

Centro de visitantes Miraflores, Canal de Panamá

Para cuando llegamos al Canal teníamos tanto hambre que la primera pregunta que hicimos cuando pasamos la entrada fue por la ubicación del restaurante. Desde la terraza es posible almorzar con vista (en primera fila) al canal mirando las moles de containers que pasan justísimo por ese pasaje no más ancho que una calle cualquiera de Buenos Aires, pero con agua que sube y baja.

Me senté y vi un barco tan lejos que dejé la cámara de fotos guardada. Pero no habíamos terminado de leer el menú que un inmenso edificio acostado pasó nadando pausadamente por nuestro lado.

Lo curioso es que no me di cuenta por el ruido. Me di cuenta porque la terraza se llenó de los comensales que venían de las mesas de adentro a mirar. ¿Y eso?, preguntó Olivia.

Un barco, que verdaderamente se parece más a la foto final del tetris, con todos sus contenedores de colores apilados que a la tradicional imagen de la chimenea, el capitán y la vela.

Vista al canal desde la terraza del restaurante

En dos horas de almuerzo pasaron unos 40 barcos, la mayoría y los más grandes provenientes de China. Llegué al canal con desconfianza, segura que era un embole turístico clásico, y me fui fascinada. No podría explicar el por qué. Si fue el tamaño de los barcos, la emocionante sensación de que por un instante podrían encallar, el negocio, la ingeniería, el agua, la naturaleza, la historia, o todo eso junto.

La explicación de cómo funciona el canal entre los océanos Pacífico y Atlántico, de por qué el agua sube y baja y las famosas diferencias de altura entre un mar y otro, o de por qué no pudieron simplemente hacer un corte en el continente (que en el istmo de Panamá tiene sólo 80 km de ancho) para dejar pasar los barcos, uno puede leerla de los folletos, escucharla del guía, mirarla en una película que se proyecta cada 30 minutos en varios idiomas. Pero para mí no fue suficiente.

Por suerte antes de dejar el centro de visitantes de la Estación Miraflores (donde esta una de las exclusas o puertas por donde pasan los barcos) el acomodador del mini cine nos dio la más escueta y clara de las definiciones: “No es que los mares tengan diferentes alturas, es que las mareas del Pacífico son mucho mayores que las del Atlántico (6 metros contra 30 centímetros) y además sus horarios no coinciden jamás y aquí el negocio funciona las 24 horas. Por eso hacemos subir y bajar el agua”.

Buque saliendo del canal hacia el Océano Pacífico

5 comentarios:

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